LA RESPUESTA, de Aldo Ruffinengo

 
Revuelto Gramajo sigue siendo mi comida preferida a pesar del culposo trabajo extra que tiene mi tenedor desde aquel día. Y no lo dramatizo, pues trato de evitar los duelos permanentes... o al menos lo intento. Confieso que a pesar de ello la cirugía culinaria me resulta un suplicio.

Todo lo que pasa conviene, me repetía siempre mi psicóloga hasta que terminé suplantándola por la plaza. Al principio, inocente en esas lides, el cambio me parecía menor, pero con el tiempo tuve que entender la perestroika que padezco como consecuencia de aquella ruptura. Aunque el alta había sido acordada entre ambos, el sitio con el que reemplacé nuestras profundas sesiones contenía un hallazgo cuyo incordioso mérito me acompaña cual estigma.

Casi por casualidad descubrí una tarde que, cuando de vida interior se trata, sentarse en un anatómico banco con tablas de madera puede resultar aleccionador. Si nos toca en suerte pasar unas horas en soledad podremos aprovechar para mirar a nuestro alrededor, poner la mente en blanco, detectar rincones que antes no habíamos descubierto, sentir aromas, pensar, dormirnos. Pero si en cambio la suerte nos pone un ocasional interlocutor a disposición, las lecciones serán otras y vendrán encadenadas en capítulos. Allí lo introspectivo le cede el protagonismo a la construcción colectiva, sea quien sea el individuo que se arrime a nuestra percepción cerebral, sin importar género, tamaño, edad o procedencia. Siempre nos regalará una vida si sabemos desentramar los ropajes. Decodificando anécdotas, opiniones vacuas, declaraciones iluminadas o la simple presencia, que es una de las más primitivas formas con las que el humano comunica. Todo un aprendizaje por cero centavos.
 
Aquella jornada hacía calor, pero sólo para los que decidían caminar sobre veredas iluminadas por el sol. Las oscuritas, las bendecidas por la sombra, regalaban la posibilidad de bajarle varios grados al cuerpo. Eso elegí yo, sentarme en uno de los tres bancos que esquivaban al astro rey. La compañía no me dejó ni acomodarme. Sólo alcancé a trabar mi botellita de agua entre las maderas, como hacía siempre para que no se volcara, e inmediatamente su saludo fue toda una declaración de principios: No hay caso, vivimos en guerra permanente porque los seres humanos la llevan en su sangre, dijo el hombre sin edad. Meramente lo observé como para indagar el por qué de semejante apreciación, pero no hizo falta que yo habilitara su continuidad. Van todos al choque, critican todo el tiempo, envidian al prójimo... pero no al prójimo dicho en sentido figurado, sino al familiar, al hermano, al padre, al hijo... como si sintieran enojo por la vida que les tocó en suerte... siempre en el papel de víctimas... Seguro que usted se habrá cuestionado mil veces con la típica pregunta ¿por qué a mí?, ¿no? Ante la consigna, volví a levantar la mirada interpretando que era mi turno de participar en el juego, pero me había equivocado. Otra catarata brotó de su boca. ¿Sabe lo que le digo a quien se persigue con eso?... ¿Y por qué no a vos? ¿O no sos igual que cualquiera de los que camina por acá? Si le toca al otro, también te puede tocar a vos, es una tontería no entenderlo. Eso le digo. ¿No coincide conmigo?
 
Sus últimas palabras transportaban nuevamente un interrogante y el silencio posterior se prolongó unos largos segundos. Igual aposté por no meter bocado. Su impronta me tentó para jugar la carta de la pasividad y así averiguar si esta persona era capaz de hablarme todo el tiempo sin que yo dijera nada. Sólo mi cuerpo y mis ojos como frontón. Quise ver si en verdad me necesitaba o si meramente hablaba consigo mismo. De mi buen desempeño dependía el resultado.

¿Sabe lo que yo pienso?, volvió a arremeter intuyendo que la escena podía ser toda suya. Yo creo de verdad que cuando la malaria se me presenta, la vida decidió distinguirme. Porque si yo puedo saltar esas piedras tengo que ser distinto al resto, ¿no? ¿Y qué mejor que unas piedritas en el camino para mostrar que uno puede sortearlas? Ahora ojito, si uno va a tomar un problema para transformarlo en odio, ahí sí que estamos jodidos... Yo creo que ahí está la cuestión. No hay que pensar que lo peor le pasa a uno. No hay que martirizarse ni tampoco creerse un héroe. Si al final somos todos iguales. Lo único que nos separa es la vidriera...

Me gustó el juego, aparecían cosas interesantes. Pistas de algo. Su oratoria disparó mi curiosidad por saber qué situaciones justificaban los rodeos de mi inédito vecino. Mi nueva inquietud se centraba ahora en saber si una persona podía hablar kilómetros de saliva sin dejar traslucir hechos. Si todo podía ser pura lluvia sin distinguir de dónde venían las nubes ni dónde las llvearía el viento... Mientras pensaba esto, su frase siguiente me sorprendió. Era como si estuviera leyendo mi cerebro. Lo miré inmediatamente percibiendo una molécula de conexión temática, aunque no tuve el instante cuántico para detenerme en esto.

Yo podría estar mil horas fileteando lo que le pasa a usted, pero ¿qué sentido tendría? Como tampoco lo tiene que usted intente averiguar lo que me pasa a mí, carajo... Siempre me pregunto por qué cornos la gente está tan pendiente de vivir la vida de los otros. ¿No se da cuenta que es mucho más desgastante ocuparse de lo ajeno que tratar de hilar los propios pasos? El tema en esta vida es aprender que somos una jungla que respira lo mismo, sin importar el tamaño, el color ni la temperatura. Cuando nos empecemos a hacer cargo de esto, chau guerras. Se lo digo yo. Porque lo aprendí de mi viejo: la virtud no hay que buscarla en el prójimo sino en nosotros mismos. Y esa enseñanza me ayudó a poder sentarme en cualquier plaza con la frente bien alta, cosa que no sé si todos pueden hacer...
 
Asumí abrumado que la ficción de mi silencio había sido desnudada. Mis planes se incendiaron en segundos. La estadía muda empezó a tener verdaderamente relación con sus palabras. Me hacían pensar, me impedían decir. Caí incómodo en su trampa y creo que lo percibió. No dejaba de mirarme esperando algo. Sus ojos abusaban del poderío que derrochaba esa última afirmación con la que me sentí totalmente denunciado. La marquesina era toda suya. Se lo había ganado con creces. Se sintió valiente y empezó a gritar.

¡¿Por qué no se dejan de romper las pelotas con esa sarta de prejuicios inconducentes que sólo suman rencor y odios a estas tierras, eh?! ¿No le parece curioso que tanta gente piense que las guerras son un horror sin reconocer que cuando se chusmea inútilmente sobre una vecina los misiles se disparan igual? Ella me criticó primero, dicen para lavar culpas, ¡sin saber que usan el mismo razonamiento que los comandantes antes de un bombardeo! Pero déjelo ahí, esto no va a cambiar nunca. La paz es acción señores, la paz se hace, es verbo... ¡Mahatma Gandhi era paz señores! Y jamás contestó las agresiones con violencia... ¿Usted se imagina a una de mis vecinas haciendo ayuno? Nooooo, ¡en el lugar de Gandhi estarían repartiendo escobazos...!
 
Las imágenes no me daban tregua. Una mujer con delantal y ruleros derribando ingleses en medio de las caminatas pacíficas de la India representaba una postal muy fuerte como para ser digerida en mi plaza de descanso cotidiano. Este hombre lo podía todo, había entrado en mi mente sin pedir permiso y comenzó a preocuparme mi incapacidad para librarme de él. No podía levantarme. Hacerlo significaba desoír su arenga. Tenía que seguir allí, hasta que el hilo del carretel lo decidiera. Su volumen atropelló mis pensamientos...
 
No crea que es tan difícil un mundo sin odios. ¿Quiere saber cómo se logra?: conviviendo. Como lo hace el morrón en un Revuelto Gramajo. ¿Alguien le preguntó si estaba cómodo ahí? No, pero igual se queda y aporta lo suyo, gauchito y solidario, como debe ser, a pesar de que muchos ingratos lo dejen al costado del plato. ¡Hay que resistir señores! Porque cuando uno recibe algo inesperado no hay que reaccionar mal, sólo hay que respirar hondo y seguir la marcha. Se lo digo por experiencia hombre, pruebe mi sistema que no le va a fallar... ¿o acaso usted es de los que prefieren pelear?
 
Se tomó unos largos segundos a partir de allí. Parecía estar evaluando de qué lado debía colocarme en base a su percepción. Tras ubicarme en un casillero, continuó muy decidido: Ah, claro, usted es de los que prefieren el barro, ¿no? Por eso la juega de calladito... Claaaaaro, cómo no me di cuenta... Es inútil... La ignorancia brota primaveralmente hasta del más intelectual de los seres cuando en el agua que lo riega nadan displicentemente moléculas de soberbia... ¡Por eso me está dejando hablar como a un loco! ¡Al final son todos iguales ustedes! ¡La van de callados y en realidad están esperando agazapados calculando la puñalada artera!

No pude percibir en qué momento ni por qué motivo me sentí culpable. Mi postura estaba petrificada, sin diferencias con el busto de mármol que nos miraba desde el centro de la plaza. Lo único que me unía con este hombre era el banco compartido pero igual me sentía el reo de la obra. Sus palabras ya no eran comprensibles, aunque sí la intensidad de sus gritos. Estaba metido en un problema. Los transeúntes, a saber por sus caras, asociaban la situación con la de un padre retando a su hijo, o algo así. Mi cuerpo, en cambio, padecía un duelo de enemigos. Hace instantes sus labios citaban a Gandhi, ahora la paz no era tal. Interpreté que todo tenía que ver con mi tonto juego inicial. Debía frenar esta locura. Había llegado el momento de hablarle. El hombre de las grandes lecciones parecía odiarme al igual que a todos los que eran como yo. La situación me desconcertaba. ¿Quiénes compartiríamos ese colectivo del mal? ¿Cómo seríamos las personas que habíamos llegado a esta tierra solamente para enojar, sin acciones perceptibles, a hombres intachables como decía ser mi vecino de banco? Ya habría tiempo para analizarlo, sin dudas. Ahora sólo debía pensar en mi respuesta. Componer un mensaje armónico, pactar la tregua, ser creíble, lograr empatía. No parecía tarea fácil. La tensión dominaba el proscenio.

Puse la mente en blanco para concentrarme. Poco a poco fui logrando que sus gritos no interrumpieran mi camino de iluminación. Me inserté en el túnel que me llevaría hacia el método sin mirarlo durante un instante oasis. Tenía que escribir cerebralmente mi discurso. El teleprompter inmaterial me salvaría si lograba la atmósfera necesaria. Una sapiencia zen comenzó a invadirme. Pulí y embellecí la prosa en cada detalle. Mojé los labios resecos y abrí los párpados para volver a conectarme con su mundo. Busqué señal sin suerte. La respuesta moriría sin latir. Cuando giré mi cabeza, no había nadie a mi lado.

Aldo Ruffinengo
"La respuesta", en Zanahorias. Sudamérica Impresos, Rosario, 2020.

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