El azul de la distancia

 
A veces una vieja fotografía, un viejo amigo, una vieja carta te recuerdan que ya no eres la persona que fuiste alguna vez, pues la persona que vivió entre esa gente, que apreciaba esto, que eligió aquello, que escribía de esa forma, ya no existe. Sin darte cuenta, has recorrido una enorme distancia; lo extraño se ha vuelto familiar y lo familiar, si no extraño, al menos sí incómodo o inadecuado, una prenda de ropa que ya no te entra. Y hay personas que viajan mucho más que otras. Hay quienes reciben de nacimiento una identidad que les resulta suficiente, o que al menos no cuestionan, y hay quienes emprenden el camino de la reinvención, por supervivencia o por placer, y viajan muy lejos. Algunas personas heredan valores y costumbres que son como una casa en la que habitan; algunos tenemos que prender fuego a esa casa, encontrar nuestro suelo, empezar a construir desde cero, pasar por una especie de metamorfosis psicológica. Cuando la metamorfosis es cultural, la transición es mucho más dramática.
 
La gente que se ve introducida en otras culturas atraviesa algo similar a la agonía de la mariposa, cuyo cuerpo tiene que desintegrarse y volver a formarse más de una vez a lo largo de su ciclo vital. En su novela Regeneración, Pat Barker escribe sobre un médico que "sabía de sobra que muy a menudo, en las etapas iniciales del cambio o la curación, se producía el deterioro. Si uno abría una crisálida, encontraba un gusano podrido. Lo que nunca encontraría era esa criatura mítica, medio gusano, medio mariposa, símbolo del alma humana para aquellos cuya mentalidad los lleva a buscar esa clase de símbolos. No, el proceso de transformación consistía casi por entero en descomposición". Pero la mariposa es un símbolo tan apropiado del alma humana que su nombre en griego es psyché, la palabra con la que se designa el alma. No tenemos muchas palabras para apreciar esa fase de descomposición, ese repliegue, ese final que debe preceder al comienzo. Tampoco para hablar de la violencia de la metamorfosis, que a menudo se describe como un proceso tan delicado como el de una flor al abrirse.

Después de escribir esto, un día tengo una hora libre entre una conversación y una obligación y voy al antiguo jardín botánico que hay cerca de mi casa, reabierto hace poco tras algunas renovaciones. Hacía nueve años que no iba, desde que una fuerte tormenta de invierno arrasó con el edificio. Pensaba ir a ver las relucientes hojas de color oscuro, grandes como mapas, las enredaderas, los musgos y las orquídeas, y respirar ese aire húmedo, esos placeres envueltos en vapor que conservaba en la memoria. Pero el ala oeste del enorme invernadero, con sus cristales blanquecinos, se había convertido en un jardín de mariposas. En el centro de la sala había un criadero, con un cristal situado a unos centímetros de una tabla de madera, o más bien una serie de estantes poco profundos, de los que colgaba un ejército de futuras mariposas, ordenadas por especies. Las crisálidas habían adoptado la forma de las mariposas que tenían dentro y algunas se movían como agitadas por una suave brisa, aunque las de su lado estuvieran quietas. En el tiempo que estuve allí mirando salieron cuatro mariposas, y otro día que volví vi salir otras siete.

Salían con las alas recogidas como paracaídas plegados, como cartas arrugadas. En el momento en que emergían, parecía increíble que sus amplias alas hubiesen cabido en un espacio tan pequeño. Mientras emergían, sus cuerpos quedaban a la vista de una forma en que prácticamente no serían visibles nunca más, una vez que las alas se expandieran y terminaran por dominar a toda la criatura, y durante esos instantes parecían bichos, insectos, y no lo que serían cuando se convirtieran en puras alas de colores brillantes, casi como primas de las flores, solo que dotadas de sentidos. Sus cuerpos aún estaban llenos del fluido que enseguida tenían que bombear a las alas para estirarlas y transformarlas en las membranas con las que volarían. Se mantenían aferradas a sus crisálidas mientras las alas se iban desplegando en fases casi imperceptibles. Algunas no conseguían liberarse por completo y sus alas no llegaban a estirarse del todo. Una mariposa se quedó inmóvil con una de sus alas naranjas retorcida dentro de la crisálida. Otra parecía haberse quedado atascada para siempre cuando estaba a medio salir; sus alas negras y amarillas eran como capullos que no iban a florecer. Otra empezó a aletear desesperadamente e intentó salir subiéndose a las crisálidas cerradas que tenía al lado, hasta que también estas empezaron a sacudirse, presas de un pánico contagioso. Esa mariposa acabó liberándose, aunque quizá demasiado tarde para que sus alas se desplegaran. El proceso de transformación consiste sobre todo en descomposición, seguida de esta crisis en la que la emergencia de aquello que hubo antes tiene que ser abrupta y total.
 
Pero no todos los cambios en la vida de una mariposa son tan dramáticos. También están los estadios por los que pasa entre las sucesivas mudas de piel, ya que una oruga, igual que una serpiente, igual que Cabeza de Vaca en su periplo por el sudoeste, se desprende de su piel una y otra vez a medida que va creciendo. La oruga sigue siendo una oruga mientras pasa por las sucesivas fases entre mudas, pero no siempre es la misma oruga con la misma piel. Existen rituales que celebran estas rupturas -graduaciones, actos de adoctrinamiento, ceremonias de transición-, pero la mayoría de los cambios tienen lugar sin que los alentemos o señalemos tan explícitamente. El término inglés que refiere a los estadios de desarrollo de los insectos, instar, que contiene la palabra "estrella" [star], conlleva algo a la vez celestial y enterrado, divino y funesto, y quizás el cambio sea así, unas veces espectacular y otras más discreto, algo visible y a la vez oculto, una constante oscilación entre lo lejano y lo cercano.

Rebecca Solnit
"El azul de la distancia" (fragmento) en Una guía sobre el arte de perderse.

Comentarios

  1. Llega un momento en que es necesario abandonar las ropas usadas que ya tienen la forma de nuestro cuerpo y olvidar los caminos que nos llevan siempre a los mismos lugares. Es el momento de la travesía. Y, si no osamos emprenderla, nos habremos quedado para siempre al margen de nosotros mismos.

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