EL MAGÚN
Que con un repasador lo había espantado una madrugada que se le apareció en la cocina antes de ir a ordeñar. Tenía como una cresta, y las patas del tamaño de un ternero grande. Estaba ahí y le gruñía mostrando los dientes. Con un repasador como espada y escudo, fuiira, fuiira, había gritado. Y el perro había terminado por irse, medio lloriqueando, como si un palo le hubiera caído duro en el lomo, se fue corriendo con la cola entre las patas. Lo había visto otras veces, de noche, cuando iba a tender ropa al alambre del fondo, aparecerse de entre la cañada. Y brillar de tan blanco en la oscuridad. Pero nunca lo tuvo tan cerca como esa vez queriendo meterse en la cocina, le había sentido el olor a carroña entre los dientes. Había rezado para adentro en piamontés. Y tuvo miedo. Mucho. Todo el miedo que una mujer sola con cinco hijos puede tener. Recién cuando el perro se fue y trancó la puerta, se dio cuenta de que tenía la cara empapada de lágrimas, tu viejo era un bebé y no se acordaba, pero los más grandes sí. Esa vez, decía, lo miró al perro blanco fijo a los ojos y en vez de quedarse dura se le arrimó sacudiendo el repasador. Y la bestia se fue.
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Que cuando murió tu abuela fue tu tía, la mayor, la que empezó a rezar por todos y a repartir estampitas con trigo y prender velas para que no les faltara nunca el trabajo. Y también más adelante la que les guardó a escondidas en el bolso, a Claudia y a vos, una lechucita de barro para que les fuera bien en los exámenes. A ella, aunque no le sobraba, tampoco le faltó nunca algo para darles. Después de criar a los hermanos se había casado con un policía. Creés que él nunca la quiso, al menos no como ella se merecía. Siempre les decía que estudiaran, que no se quedaran. Incluso cuando empezaste a trabajar en la panadería. Todavía no habías terminado la escuela y no pensabas irte. Un sueldo y un kilo de pan por día: estaba bien. Tu tía insistía siempre con una sonrisa, y sabías que a nadie más que a ella iba a dolerle la ausencia de ustedes.
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