Teoría de la gravedad
EL TIEMPO
Nunca fue peor que entonces. Sabía lo que quería hacer -escribir, escribir-, pero no cómo se hacía para vivir de eso. El tiempo transcurría con una asfixia extraña, a empellones de euforia y desazón. Una mañana toda la oscuridad se había esfumado, y a la siguiente estaba, otra vez, en medio de un valle de sombra de muerte. No tenía a nadie que me dijera lo único que a veces hace falta escuchar, esa frase mentirosa que reza “todo va a estar bien”. Vagaba por una ciudad inmensa, ajena, cantando a gritos una canción de Los héroes del silencio -“tanto vagar para no conservar nunca nada”-, frenética y cardinalmente triste. En las noches, en las discos y los bares, mientras anotaba números de teléfono en mi camiseta, sudada de tanto bailar, pensaba, una y otra vez, “¿todo esto para qué?”. Brillaba con fulgor carbónico. Un tren lanzado a toda velocidad hacia el fondo del fin de la noche. Arañando entre cenizas el rescoldo de luz de una brasa que decía: “Hay que seguir. Algo sucederá”. Despertaba, a veces en mi departamento, a veces no, auscultándome con los ojos cerrados, escuchando los angustiosos latidos de mi corazón, un órgano preciso, automático, indiferente. El mundo era un lugar repleto de cosas que anhelaba con ferocidad, y todas estaban demasiado lejos, eran demasiado inalcanzables. Vivía encerrada dentro de mí como un animal, oculta y silente, aunque a los ojos de todos pareciera un demonio remitido desde su origen, un íncubo peligroso. Llenaba hojas y hojas de cuentos, de poemas -de quién sabe qué- en mi Lettera portátil. Escribía de tarde, de noche, de madrugada. Sobre una mesa de pino sin lustrar. Mirando un paisaje de cemento desde un piso alto al que no llegaba nada que no fuera la atronadora indiferencia del mundo. Todo parecía vedado para siempre. Nunca fue peor que entonces. Tenía diecinueve años. El tiempo pasa. Por suerte y menos mal.
EL MAR
Ayer conocí a un niño que no conocía el mar. Era un niño pequeño, de seis o siete años, que en dos días más marcharía a la costa. Cuando le pregunté si estaba contento -¡el mar, el mar!-, me dijo: “¿Por? Si ya lo vi mil veces por la tele?”. Hoy llueve una lluvia fina que se descuelga de un cielo gris y lácteo. Hace calor. Hay una luz verde y serena. De pronto, recordé una tarde exactamente igual a esta, con esta misma luz. Con una luz que da, a la vez, ganas de morirse y de amasar un pan. Una tarde de cuando yo tenía nueve años, y era una niña que no había visto nunca el mar, y formaba parte de una familia que tampoco lo había visto nunca. Por esa época, mi padre hizo un viaje de trabajo a una ciudad de la costa. No recuerdo el día en que se fue, pero recuerdo perfectamente el día en que volvió. Llovía. Y había, como hay hoy, una luz verde y serena. Yo estaba tejiendo un macetero en la cocina, los hilos ásperos y gruesos anudados a la falleba de la ventana -porque la lluvia no me permitía hacerlo afuera, como lo hacía siempre, descalza y debajo de la higuera, descalza y debajo de la parra-, cuando de pronto escuché un auto que se detenía. Segundos después, se abrió la puerta y, en medio de la luz suave de la tarde, apareció mi padre: el primero de todos nosotros (mi hermano, mi madre, mis abuelos, yo) en conocer el mar. Corrí, lo abracé, le pregunté: “¡¿Cómo es, cómo es?!”. Él no me respondió. Sólo levantó la mano, la acercó a mi cabeza, me dijo “escuchá”, y me apoyó un caracol blanco y enorme, como un alien de yeso, sobre la oreja. Y yo escuché. Pasaron todavía muchos años hasta que pude conocer el mar. Pero durante todos esos años tuve algo mucho mejor: tuve a mi padre, que me lo contaba. A veces preguntan por qué uno escribe. Supongo que por cosas como esas.
Leila Guerriero
Teoría de la gravedad. Libros del Asteroide Ediciones.
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