KUROKOS

 

Han vuelto. Es extraño. Cuando era niña podía verlos claramente. No es verdad que los kurokos de los niños sean pequeños. Ellos no cambian de tamaño, no crecen. Van, sí, perdiendo la nitidez de sus bordes, la negrura intensa y elegante de sus ropas, esa especie de casaca larga por debajo de la cual asoman anchos pantalones un poco cortos, la negrura perfecta de sus guantes, de su calzado. ¿Por qué se dice "impoluto" solo del blanco? El velo de los kurokos también es negro pero traslúcido, para ver y no ser vistos.

Fue un kuroko quien sostuvo mi bicicleta cuando mis padres aplaudieron que anduviera sin perder el equilibrio, otro, o tal vez el mismo, quien me indicó el camino de regreso ese día que todos recuerdan porque me perdí. No lloraba, dicen. Fue en el bosque Lillo y el sol estaba cayendo.

Puedo saber que sonreían aun sin haber visto nunca sus caras. Yo jugaba con ellos, creía que todos los niños lo hacíamos, aunque en realidad no pensara nunca en eso. Uno no piensa en lo que cree.

Tal vez es por ellos que fui una niña solitaria. Tal vez gran parte de lo que soy es por ellos.

Después fueron apareciendo cada vez menos y cuando lo hacían su presencia era difusa.

Recuerdo, sí, el gesto suave y amoroso con el que uno colocó el dedo índice debajo del mentón del hombre del que me enamoraría, y apoyando apenas la punta de los dedos enguantados en su mejilla derecha hizo girar su cabeza hacia donde yo estaba, esperando que él me viera. Yo sonreí y el hombre me devolvió la sonrisa. Nunca supo que no era a él a quien yo sonreía.

Ahora que lo pienso tal vez ellos estaban y era yo quien no los veía. Pero podía sentirlos. El día de las sábanas, por ejemplo. Ese es el nombre que lleva en mi memoria un día feliz, e intrascendente como todos mi días felices. Había pasado la temporada de lluvias y yo no había lavado la ropa por varias semanas. Había decidido empezar por las sábanas. Corrí la mediasombra del patio para usar los alambres y ahí colgué todas nuestras sábanas.

Tenía algo de bosque aquello, de laberinto, de nube. Mi hijo, que me llegaba a la cintura, lo notó enseguida y comenzó a andarlo, a recorrer el espacio enorme en el que se había transformado nuestro patio de barrio. Corrimos y nos adivinamos a través de las sábanas y nos sorprendimos riendo al encontrarnos en una de esas esquinas que eran ahora el final de cada hilera de sábanas tendidas.

Sé que ese día había allí uno o varios kurokos. No corrían, sino que miraban el juego. Tal vez lo habían armado para nosotros.

También sé que fue uno de ellos quien cerró los ojos de mi madre. El resto lo hicimos, temblando, nosotros, acomodar su pelo, sus manos cruzadas sobre el pecho. Pero los ojos, los ojos no podíamos tocarlos y fue él quien se ocupó. Lo sé pero no lo vi.

Hacían todo siempre con suavidad y en silencio. Ese es su modo. No hablan: están más allá de las palabras. Se expresan en sus gestos que no son más que las cosas que nos pasan. Han dejado atrás las palabras como quien abandona unas tijeras oxidadas o un balde agujereado.

No son ayudantes ni sirvientes. Hay noches en que mi cabeza cae hacia un costado. Ningún kuroko acomoda mi almohada. Tampoco me tapan. Ellos, sí, arman cada detalle de mis sueños, como los empleados de un teatro que suben y bajan el telón o la escenografía, que la han pintado o construido, que han cosido los trajes, elegido pelucas, adornos, la forma en que las luces caerán sobre las cosas.

Dije que los kurokos pierden los bordes, como si el tiempo los desgastara. A ellos, que no le prestan la menor atención al tiempo... Qué equivocada. Ellos no andan sobre el tiempo como nosotros que pisamos los días como si fueran baldosas. Ellos se enredan con él, se mezclan, como hace el cuerpo con el agua cuando nada o bucea. Pero hablar de agua sugiere cierta imprecisión, y es la precisión lo que está en el corazón de los kurokos, la precisión de lo que es libre: una rama cuando va hacia la luz, un amante cuando va hacia el amado.

Ellos están volviendo. Han recuperado todo lo que hace a su presencia. Su negro es tan intenso que puedo verlos perfectamente de noche aunque no haya luna, aunque esté en mi habitación a oscuras.

Algo me dice que les gusta esta casa, que no les molesta eso que el otro día un vecino llamó "venirse a menos". Creo que igual que a mí les gusta el río y no les importa que estemos solos días enteros. Me ayudan. Tal vez es por eso que nos los veía cuando era joven y fuerte: no los necesitaba o eso creía. Otra cosa que sé es que ellos perdonan, perdonan todo.

Están conmigo en la casa y frente al río, entre los sauces. Ellos no han envejecido.

En estos días se empeñan en armar ciertos sueños extraños y repetirlos. Creo que descansan en ese espacio que queda a mitad de camino entre la vigilia y el sueño, porque esa franja helada es el único lugar en el que me siento sola.

Pero ahora no importa porque el río está de ese color que no tiene nombre y pasa un barco enorme como un castillo y lento, muy lento, y tapa la otra orilla y casi todo el cielo, y este pasar del barco es todo un acontecimiento que nos divierte un rato.

"Qué van a hacer", pienso, "qué van a hacer cuando yo no esté". Cuando no puedan venir al río conmigo y no me acompañen a la casa de regreso y no pongan mi mano en la baranda al subir los cinco escalones hasta la puerta. ¿Qué van a hacer sin recordarme dónde están los anteojos y leer lo que yo leo?

De repente, de pensarlo, me entristezco. De repente, sin pensarlo, me doy cuenta: voy a ser una de ellos.

El gran barco ha terminado de pasar: puedo ver la otra orilla.


Alejandra Kamiya

La paciencia del agua sobre cada piedra (Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora, 2023).

Comentarios

  1. Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños.

    Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano después con la otra después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría.

    Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cundo vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso, por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír cómo roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.
    J.C.

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