Diario Inconsciente

 
Nos ponemos en ronda en ese lugar al que llaman La Cabaña. Por turno, decimos quiénes somos o lo que podemos recordar. Después vienen las preguntas, simples, el grupo de terapeutas habla como si fuésemos integrantes de un jardín de infantes. Soy de los más jóvenes. Hay gente mayor, casi llegando a viejos, la mayoría reincidentes, son los que mejor conocen los beneficios del lugar, recomiendan tal o cual comida del buffet, tienen enfermeras preferidas, parecen estar cómodos. Después de que alguien habla, se aplaude. Un hombre del que me haré cercano dice: "Vine acá por tercera vez, soy alcohólico". Aplausos.
 
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Durante años dejé de escribir. No tenía nada para decir, casi no hablaba. Escribir es un diálogo, un cauce, un desahogo. La crisis había arrasado las palabras, quedaron secuelas, escombros.
La recuperación fue lenta, movimientos pequeños, imperceptibles al principio.
En lo que respecta a la escritura, se puede volver a comenzar haciendo ejercicios muy sencillos, palotes, luego intentar una oración y después un párrafo y así.
Tarde o temprano la vida termina por imponerse.
Yo tenía una necesidad muy grande de vivir en el mundo (esto lo escribí varias veces). Me lo sigo repitiendo.

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La terapeuta me propone dibujar otro árbol. Hago uno sin hojas, con muchas ramas que se tuercen hacia el cielo. Le hago unas raíces casi del mismo tamaño del resto; ramas y raíces son parecidas, como patas de arañas, unas se incrustan en la tierra y otras en el aire. La terapeuta me pregunta si lo doy por terminado, le digo que sí, la miro, su expresión me parece sospechosa. Le pido recomenzar, hago un bollo y tiro el papel, agarro otro y dibujo un arbolito normal y tranquilo, con mucho follaje, y le coloco alrededor unos pájaros inofensivos.

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Cuando se exponen historias de crisis personales se suele destacar la superación del conflicto. Hay algo ejemplificador en quienes pudieron atravesarlo. No es mi caso. La cosa sigue ahí. Cuando se escribe algo se despeja, pero sigue acechando siempre como una sombra. Se vive con temor a volver a ese estado. Se descree de la propia cordura, nunca se deja de estar un poco loco. Los estados de mi ánimo suelen ser impredecibles.
Mientras escribo, hay miedo a la regresión. Escribo con cuidado, caminando por el borde. Y al nombrar, la sombra se disipa.
Esta escritura no tiene nada de ejemplar.
Tacho. Escribo y borro.
Hay partes que no se pueden contar.
Solo se puede narrar el efecto, algo del origen o las secuelas. Desordenado.
En el primer hospital psiquiátrico que conocí había una mujer a la que le habían dado el alta, era paciente ambulatoria.
Tenía una depresión superada. Pero cuando hablaba lloraba, no podía terminar una frase sin que sus ojos se llenaran de lágrimas. Incluso cuando decía algo gracioso, lloraba. Tenía un llanto incontrolable. La depresión había quedado atrás para dar paso a un sollozo permanente.

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En la primera internación domiciliaria pasó un tiempo indefinible donde apenas salí del cuarto asignado para ir al baño. Después se me permitió ir al patio. Había una perra mansa que se sentaba a mi lado mientras fumaba en esos recreos del encierro. Después se me permitió estar en la cocina. La señora que trabajaba en esa casa era enérgica. Le decían "la Turca", pero tenía orígenes sirio-libaneses. Era parca y apenas hablaba, respondía a mi madre con un gruñido. Fregaba con una fuerza parecida al odio. Cuando comencé a estar en la cocina le hablaba mientras ella trabajaba, escuchaba con paciencia mis horrores. Cada tanto hacía una pausa, me pedía un cigarrillo y fumábamos a la par. Esas pausas se convirtieron en un rito. Con ella dejaba el delirio y conversaba. Ella decía frases sencillas y certeras. Tenía enojo por el mundo. No tenía pareja y mantenía tres hijos. Tenía una vida dura que apenas nombraba. Fumando me pronosticó un buen futuro. A veces nos quedábamos en silencio y no había incomodidad. Fumando con ella los pensamientos se volvían más lentos. El resto de la familia comía en el comedor, pero a mí se me permitió almorzar en la cocina. Después de comer, con Yamile (ese era su nombre) prendíamos un cigarrillo mientras la casa iba cayendo en el sopor de la siesta.
Durante algunos años estuve en contacto con ella. Fue una persona crucial en la curación, mucho más que algunos psiquiatras o terapeutas.
Después crecí, me alejé de la casa, de la ciudad, de aquella vida. Supe que había dejado de trabajar en casas. Embolsaba piedras en una cantera. Prefería ese trabajo rudo y silencioso a limpiar una casa donde le exigieran ser amable.
 
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Cuando tenía veinte años y me volví loco tenía piedras en los bolsillos. Tabaco y piedras comunes. Pequeñas piedras que juntaba de todos lados. Las llevaba de amuleto, las trasladaba de un pantalón a otro. Creo que muchas personas tienen piedras en sus bolsillos. Para mí eran una especie de protección material. Cuando estaba perdido, tocaba las piedras con la punta de los dedos o mientras caminaba apretaba una en el puño. Cada tanto las tiraba y recogía otras. Las levantaba de la vereda, de los canteros, del costado del asfalto.
Cuando los brotes pasaron seguí llevando piedritas, trasladando ese pequeño peso. Durante los viajes, en los controles de los aeropuertos, fui mostrando esas piedras junto a las llaves o monedas. Trasladé piedras por el océano. Las dejé en países extraños y levanté algunas de las playas, montañas y ciudades distantes.
Las piedras me anclaban a la materia de la vida. Me recordaban la realidad de lo palpable. En los últimos años, sin darme cuenta cómo pasó, abandoné ese traslado. Me olvidé de la necesidad de las piedras y el peso.
Desde hace un tiempo me siento más liviano.

Santiago Loza
Diario inconsciente (Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Bosque Energético, 2022)

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