Cartas a un joven bailarín 5

 
Carta 5
 
El niño se divierte, salta, baila y se lanza hacia todo aquello que el movimiento le inspira.

La gran bailarina, luego de diez años de esfuerzos diarios, ejecuta pasos y figuras extraordinarias por su belleza y su ejecución perfecta.

La verdadera bailarina, luego de diez años de esfuerzos diarios, olvida la técnica (que su cuerpo sin embargo no olvida) y se divierte, salta, baila y se lanza hacia todo aquello que el movimiento le inspira.

El aprendizaje no es más que una etapa intermedia, aunque sin duda indispensable.

Picasso decía: "Yo no busco, encuentro". Tenía razón.

Se puede también pensar lo contrario: poco importa encontrar (o buscar), la búsqueda es un fin en sí mismo.

¿Dos opiniones contradictorias? Pero si no admitimos a las dos por igual, nos equivocamos. La verdad tiene doble faz, como Jano. Cuando pienso algo, me doy cuenta de que lo contrario también es verdad.

Busco, encuentro, encuentro lo que debo buscar, entonces vuelvo a buscar... y creo nuevamente encontrar... que hay que buscar de nuevo.

El bailarín debe tener oficio e instinto, mezcla sorprendente de disciplina y libertad.
 
Durante la representación debe dar la impresión al público de que improvisa e inventa la coreografía; ésta es una condición para hacerla interesante. Si deja creer que hace movimientos libres y que le pertenecen, la gente se conmueve.

Para llegar a esto, el bailarín debe haber digerido totalmente la coreografía, haberla representado a fondo, recreado, revestido, hasta llegar a un dominio técnico y una percepción intelectual completa.

El actor conoce la misma situación: cuando está en escena, brinda una respuesta que parece absolutamente personal a una pregunta planteada por otro actor; pero, si da la impresión de inventar la respuesta, entonces se apodera del público. Si se ve que recita una lección, ya no interesa más a nadie: cada vez que un bailarín aprende una coreografía y parece que está ejecutándola, la vibración se muestra como perdida, el público se aburre.

Necesitarás inventar sin cesar bailes que otro imagina haber compuesto para ti. ¡Es tu baile!

Bis repetita placent

Es lo que decía en la clase de latín -cuando yo tenía once años- mi profesor de humanidades.

Repetiré también para ti un texto mío de hace muchos años escrito para otro "joven bailarín", Jorge Donn.

"Ya vez, este trozo de madera que acabas de dejar caer: la barra.
La barra es todo, pero deja de considerarla un instrumento o un punto de apoyo.
La barra vive.
La barra te conoce.
La barra te observa.
ELLA necesita mucho amor.
Cuando, cada mañana, vienes a hacer tu clase, llega muy temprano, antes que los demás.
Para estar solo en el estudio.
Y antes que nada, entrando, saluda a la barra.
Ya ves, así... una gran reverencia, una sonrisa y ¡buenos días, preciosa!
Y luego, acércate a ella, delicadamente.
Adúlala como a un caballo de carrera un poco salvaje.
Una caricia. Muchas atenciones y bastante ternura. Luego, cuando dispones de ella para trabajar, no la aprietes fuerte, podrías lastimarla. Apoya tu mano sobre ella.
Tranquila.
Que ese contacto sea una unión entre tú y ella.
Que a través de ese contacto se penetren mutuamente. Pero, sobre todo, nada de posesión.
Amas a la barra, debes amarla porque ELLA te ama, pero no te pertenece. Así como tú eres libre, la barra no es TU barra.
Ella está ALLÍ en la medida en que sabes honrarla, amarla. Luego, cuando te retiras, dile sin falta: 'hasta luego' y 'gracias'.
Si sigues de pie, es gracias a ella.
La barra es tu columna vertebral, nunca lo olvides.
Existe también otra persona, pero esta persona es peligrosa. Es un falso amigo. Así como la barra es tu esposa, este otro es tramposo.
El espejo.
Cuando entras en el estudio, el espejo viene a ti. Se pega a ti, te aspira, te traga, te devora.
Eres feliz si lo miras. En él crees verte.
Te imaginas a ese espejo como un hermano gemelo.
Es un traidor.
No tengas compasión por él, ni una mirada.
Todo lo que te cuenta es mentira. La imagen tuya que devuelve es la imagen más tramposa, más falaz, más subjetiva.
En ese espejo, sólo ves lo que quieres ver.
Y lo que quieres ver no eres tú, es lo que quisieras ser. Entonces, frente al espejo, una sonrisa irónica, una sonrisa que conoces bien y, luego, pasa.
Ahora, allí, en medio de la frente, algo arriba de las cejas, entre los dos ojos, hay un punto, ¿lo ves?
Apoyo allí, exactamente allí. Y bien, allí tienes un espejo interno, un espejo del espíritu y del corazón.
Es ése al que debes despertar.
Ése es el trabajo. Sustituir al traidor tramposo que maquiavélicamente te espera sobre la pared para hundirte en tu laberinto, donde te pierdes, sustituir ese objeto por el verdadero espejo, que es también una cosa mental.
Por ese espejo podrás ver.
Estás en la barra, tu mirada va hasta ese punto, tan lejos como puedas, donde se sitúa un horizonte imaginario.
Pero, justo antes de ese horizonte, un poco antes, está la proyección de tu espejo interior, y allí te ves tal como eres.
Haz tu ejercicio y mirate en el espejo de la concentración, en el verdadero espejo.
Te ves.
Ves exactamente cada uno de tus movimientos. Y luego, sobre todo, puedes girar, y el espejo gira contigo. Te puedes ir, el espejo te acompaña.
Puedes encontrarte en escena con la sala llena de público, ante ese agujero negro fascinante y aterrador. El espejo está allí, calmo delante de ti.
Te ves en espíritu.
Cada uno de tus gestos está controlado. Y, además, esta visión no es exterior. Eres el espejo.
En esta sala, ¿qué otra cosa ves?
El suelo.
Tienes que ignorarlo también. Pero debes hacerlo con astucia, sabiendo que sales de él, debes ignorarlo aprovechándolo enormemente.
Con el suelo, por el suelo, sobre el suelo, arriba del suelo.
Baile.
Lo rozas, lo dejas, juegas con el suelo como con un balón.
No es tu cuerpo el que se eleva, es el suelo que se escapa y se vuelve dócil bajo tus pies, exactamente como un perro trae una piedra: la lanzas, el perro corre, va y vuelve, y la deja a tus pies.
Quieres saltar: el suelo se evade, de repente se torna muy profundo y, cuando lo necesitas, vuelve como un trampolín para darte esa cachetada bajo la planta de tus pies que te permitirá tocar las estrellas.
Están entonces la barra, el espejo, el suelo.
Puedes bailar".

Maurice Béjart
Cartas a un joven bailarín
Buenos Aires, 2005, Libros del Zorzal




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