Cartas a un joven bailarín 3

 
Carta 3
 
En Venecia, durante un gran festival de verano, la compañía de Martha Graham actuaba en alternancia con el Ballet del Siglo XX. Fuimos invitados a almorzar, Graham y yo, a lo de una dama italiana que se ocupaba del festival y tenía un departamento que daba al Gran Canal, con una vista que nos dejaba sin palabras. Una periodista le preguntó a Martha Graham:

-¿Qué siente cuando considera su propio pasado, su carrera, toda su obra?

Martha no contestó en seguida, luego se dirigió hacia mí:

-Un artista es como Orfeo, camina y su obra sigue como Eurídice. Si se da vuelta, ella desaparece, no hay más nada. Un creador nunca mira detrás de él, avanza, avanza hasta su muerte, le toca a los demás considerarlo y disecar su obra... Él nada busca, avanza, sin retrovisor.

Martha Graham ha creado hasta el fin. Enferma, casi impotente, daba su vida a un baile en movimiento.

Me haces preguntas acerca del centro... centro del cuerpo, centro del movimiento, centro del espacio...

Cada ser humano es el centro del mundo. Esta sensación legítima que puede engendrar el egoísmo más recalcitrante y la opresión más brutal constituye sin embargo la base de la existencia profunda.

El "pienso luego existo" de nuestro Descartes no es otra cosa. Pero de ese centro debe irradiar la belleza de la vitalidad y de la energía transferida, en el caso del bailarín (o del actor, o del músico...), a aquello que llamamos el público, el otro.
 
Doris Humphrey, la coreógrafa americana, en su libro The Art of Making Dances, diserta largamente sobre las diversas posibilidades de descubrir "el centro" de este espacio que llamamos escenario. El que Shakespeare llama mundo, "The world is a stage"...

Hablaba de esto un día con Martha Graham. Ella me mira, sonríe y dice:

-Para qué sirven las teorías, ¡el centro del escenario es ahí donde estoy!

Y no se trataba de engreimiento de bailarina sino del sentimiento profundo de un ser humano responsable y consciente del poder escénico que ejercía, en tanto ser totalmente habitado por dentro, frente a un público.
 
La lección cotidiana de baile, de algún estilo, de alguna técnica, no debe tener como fin adquirir un nuevo virtuosismo ni agregar sobre el ya adquirido. No es una gimnasia, es una toma de conciencia.
 
Conocer su cuerpo, mirarlo por esa visión interior del ojo del cuerpo, saber exactamente por qué estoy aquí, por qué voy, por qué me detengo, por qué tal brazo o tal gesto.

Se entra en una sala de baile como se entra en un templo, en una mezquita, en una iglesia, en una sinagoga, para encontrarse, relacionarse, unificarse.

En 1967, en Misa por el tiempo presente, hice recitar a un actor el Satipatana Sutra de Buda mientras los bailarines tomaban conciencia de su cuerpo mediante ejercicios de barra.

¿Y cómo, hermano, un hombre permanece observando el cuerpo?
 
He aquí, hermano, a un hombre que fue al bosque o que al pie de un árbol o en una casa aislada se sienta con las piernas cruzadas, el cuerpo derecho, su atención fija delante de él. Atentamente aspira, atentamente exhala. "Sintiendo todo el cuerpo, aspira; sintiendo todo el cuerpo, exhala. Calmando las actividades del cuerpo, aspira; calmando las actividades del cuerpo, exhala". Así se entrena.

Así permanece, observando el cuerpo interiormente; permanece observando el cuerpo exteriormente; permanece observando el cuerpo interiormente y exteriormente. Permanece observando la aparición del cuerpo; permanece observando la desaparición del cuerpo; permanece observando la aparición y la desaparición del cuerpo. "He aquí el cuerpo"; esta introspección se hace presente, únicamente para el conocimiento, únicamente para la reflexión, y permanece liberado y no se ata a nada en el mundo.

Maurice Béjart
Cartas a un joven bailarín
Buenos Aires, 2005, Libros del Zorzal

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