HABLAR A LOS MALVONES

El arte no puede existir sino a través de una distorsión, de un quiebre, de una revisión de la normalidad. La música es una alteración de los sonidos habituales. La alfarería es una alteración del barro. La literatura es una alteración del lenguaje. Y del silencio.

Pensado así, parece que el arte es, por definición, una instancia transformadora. Cuanto menos podemos pensar que, para adentrarnos en la propuesta del arte, es necesario desensillar el caballo de la pura, extrema y urgente cotidianeidad, de la denotación, y de la prisa. El arte, cualquiera de las disciplinas artísticas que conocemos, necesita una aceptación de lo extra-cotidiano. Nos necesita capaces de saber y creer que el sentido de las cosas está plegado como un abanico, que lo que a diario solemos ver es solo el abanico plegado.

Para adentrarse en la palabra poética y literaria hace falta correrse del lenguaje con el que, hasta recién, hablábamos con nuestro hijo, con nuestra vecina... ¿Para hablar con palabras absurdamente coquetas? ¿Para decir blondo en vez de rubio? ¿Para saturarnos de adjetivos? Claro que no, por supuesto que no. Para hablar desde otro sitio y con otro propósito. Como suelen hablarles algunos a sus plantas.

Hablar a los malvones es palabra poética. No importa si le decimos "mirá qué grandes están las margaritas" o "buen día, qué lindo amanecimos" o "pobrecito, te meó el gato". Es palabra poética por el origen y por el propósito.

Les hablamos a los malvones desde lo ancestral, desde el viejo chamán que habita nuestra historia, desde la fe. Hablamos con lo que no es evidente, hablamos para romper las barreras de lo posible. No hablamos para adornar la realidad sino para accionar sobre ella. Para que crezcan los malvones. Y es bien sabido, los malvones florecen mejor cuando alguien les habla.

Hay ciertos versos en los que me quedaría a vivir. Porque proponen mucho más que una línea musical y semántica. Porque proponen un mundo.

"Yo no tengo en el alma tanto tigre admitido", escribió Miguel Hernández. Y yo quiero vivir en ese mundo.

"¿Por qué he de empeñarme en que Dios sea una cosa mejor que este día?", escribió Walt Whitman.

"Esa es tu pena. Tiene la forma de un cristal de nieve que no podría existir si no existieras", escribió Olga Orozco.

Son mundos. O en todo caso, ensanchan el mundo. Son impugnaciones de la normalidad.

El tiempo que nos fue otorgado, aun en los extremos de la longevidad, es muy poco para tanta alma. Muy poquita cosa para todo lo que añoramos ser, ver. Para todas las navegaciones y los naufragios que desearíamos experimentar.

Sin que sea tan evidente, ni factible de ser probado con el método científico, creo que la palabra poética es una dimensión posible.

Vivir sin poesía es vivir menos. Menos vida, menos gente, menos posibilidades. Como si tuviésemos una casa con sótano y altillo, y jamás los visitáramos. Los sótanos y los altillos no son cómodos, asustan, ensucian. Uno llega ahí y ya están los fantasmas. Recuerdos, promesas incumplidas, papeles fechados por una mano ya muerta... Pero son parte de nuestra casa, de nuestra vida.

Ni nosotros, ni nuestros jóvenes, ni nuestros niños, ni nuestros malvones podemos vivir sin poesía. ¿Qué más da que sea arduo? ¿Qué importa si se resisten a leer? ¿Cómo van a amedrentarnos las nuevas tecnologías?

La poesía nos enseña a respirar de otro modo. Más pausado y más cierto. Todos tenemos un verso en el cual nos quedaríamos a vivir. Un verso destinado a ser nuestro lugar en el mundo. Hay que encontrarlo.

Y después, hasta podemos ver que hay otros habitando ese verso. Que un verso es también un barrio. Que encontramos pares allí. Uno al que le brillan los ojos igual que a mí me brillan. Una que pronuncia bajito igual que yo pronuncio.

 "Te recuerdo como eras en el último otoño"

"Hablaban de un caballo, yo creo que era un ángel"

"Conmigo se volvió loca la anatomía. Yo soy todo corazón"

"Solo porque un amigo es la vida dos veces"

"No sé que tiene la aldea donde vivo y donde muero, que de venir de mí mismo vivo más lejos"

"Los caminos perderán sus ciudades para verte"

Y para terminar, yo me pregunto: ¿No sigue viva, asombrosamente viva, la flor que guardamos entre las páginas de un libro?

 

Liliana Bodoc

Algunos poemas, textos y conferencias, Floresta Ediciones

Ese texto fue compartido por la escritora en la "Mesa de autores mendocinos" en el marco del "I Encuentro Internacional de Literatura Infantil y Juvenil y Narración Oral Escénica en Mendoza", organizado por la Asociación EDELIJ en mayo de 2015.

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