Destino: las nubes

Mi amiga Yamile viajó por primera vez en avión, de Formosa a Buenos Aires, y escribió este relato sobre la experiencia. Aunque el miedo -por supuesto- no tardó en presentarse, fue rápidamente disipado por la mirada poética (cuando ves las nubes se te pasa), esa misma capaz de transformar rutas aéreas en teorías sobre el amor.


Foto: Yamile

“Volaaa” decía el último mensaje que recibí antes de poner el celular en “modo avión”. Es hermoso cuando te invitan, arengan, incitan y empujan a volar. Excepto cuando “volaaa” es sinónimo de “dejate de joder”. Pero este no era el caso. Como decía, es difícil, más aún en lo contemporáneo que nos resulta caminar en lo mediano de la vida. Mi primer viaje en avión fue, como casi todo lo que sucede por primera vez, espectacular. La ansiedad se agolpa a cada escalón que te acerca a la entrada. Y de pronto, estás dentro y no se te ocurre cómo algo tan grande pueda mantenerse en el aire. Lo primero que hacés es retratar el momento, tener la foto de tu primer viaje, como un niño. El mismo que no debimos dejar nunca; el mismo que está atento a todo lo nuevo y no despega la nariz del vidrio para mirar afuera. La ventanilla es pequeña, quisiéramos que sea más grande. Queremos ver más. Siempre, inevitablemente, queremos más. Y entonces se mueve, y pensás en todas las leyes de la física que lo hacen posible. Arranca, sube la velocidad, rápido, más rápido. Increíble. En vertical hasta ponerse en horizontal. El cielo. Llegamos al cielo, pero estamos vivos, más que nunca. Y como siempre pasa también en la vida, te aparecen los fantasmas y pensás en todas las noticias de la televisión de aviones que se caen, que los bajan... y te hacés la cabeza. Como siempre, porque no seríamos nosotros si no lo hiciéramos. Dura dos minutos, cuando ves las nubes se te pasa. Es imposible no conmoverse con ellas, y a pesar de que en la escuela te enseñaron que es agua en suspensión, te das cuenta que es mentira. Las nubes no están hechas de ello, son magia. No te cansás de mirarlas y sabés que de ser posible salir, podrías pararte sobre ellas y te sostendrían. Entonces adquirís el verdadero significado del "tocar el cielo con las manos". Cuando te lo digan créelo y date cuenta que es hermoso. Y pensás en las personas con las que sentís tocar el cielo con las manos y sabés por qué se los dijiste: también te sostendrían. Allá tan alto, te sentís pequeño. Así debería ser en general, pero no se repite en la realidad y es una lástima. Desde el cielo se ve la tierra como retaceada. Retazos de verde, de amarillo, de suelo y de agua. Planos y rugosos. Con todas las tonalidades que uno alcanza a distinguir desde tan alto. Me pregunto si seremos parecidos. Si estaremos hechos de retazos. Simétricos algunos, otros curvos, graciosos amorfos o cuadrados más serios. Me pregunto por qué será necesario subir tan alto, tan lejos para distinguir las venas que surcan la tierra, las cicatrices que surcan la vida. Me pregunto si nos quedaremos con quienes ven las costuras volubles y aun así nos aman. Me pregunto si cierta gente no necesitaría un viaje en avión. Después bajás y tocás tierra de nuevo y todo vuelve a su tamaño habitual, pero vos sabés que pueden tener otro. El que le den tus ojos, tu mirada, tu pensar. Al descender, seguís a los otros, siempre en algún momento seguimos a los otros. Algunos van a retirar el equipaje que traen consigo y quienes no han despachado, ya están libres. Mientras mirás la gente que viene a buscar a tus compañeros de vuelo y sos testigo involuntario de saludos y encuentros, te das cuenta que del regreso, lo más importante es siempre quien te espera. Quien te busca y te rescata del aeropuerto, de ese no-lugar donde transcurren por espacio de horas tantas vidas. Sabés que llegaste cuando te esperan. A pesar de las demoras.

Yamile González

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